martes, 29 de diciembre de 2015

Fernando León de Aranoa

Fernando León de Aranoa es un director de cine y guionista español que nació el 26 de mayo de 1968 en Madrid.









EPIDEMIA

Se decía en los cafés, en las plazas, en los mercados: 
las palabras están muriendo.
Murió Eucalipto, murió Colectivo, murió Paraguas, tan querida por todos. Murió Curioso y murió Rebelión. Murió Ditirambo, pero a pocos importó, porque pocos la conocían. Agonía tuvo una muerte coherente, larga y dolorosa. Al entierro de Pan acudieron millones en masa.
Caían por docenas, contagiadas.
Alarmadas, las autoridades racionaron las palabras. Cada ciudadano podrá utilizar treinta al mes. Se persiguieron las perífrasis y los circunloquios, se declararon proscritos los rodeos: el lenguaje se volvió exacto, los oradores, cirujanos. Los locuaces fueron encarcelados y puestos a disposición de los jueces en vistas que nunca más volvieron a ser orales. Incomunicaron a los charlatanes y los mudos se erigieron al fin en modelos sociales, pero lo celebraron en silencio.
Se pusieron de moda las medias palabras. Los enamorados aprendieron a decírselo todo con la mirada, los amantes, con las manos.
Lingüistas, académicos y semiólogos trataron de explicar el origen de la epidemia, pero no encontraron las palabras. Las autoridades pusieron protección a algunas de ellas en virtud de su relevancia: Democracia, Quiniela y Sistema Financiero serían escoltadas en todo momento desde sus domicilios hasta las frases donde a diario se ocupan.
Y el lenguaje se llenó de ausencias. Los diccionarios se convirtieron en cementerios: morgues de papel alfabéticamente de la A a la Z.
En secreto, los enamorados guardaron diez, doce palabras, para decírselas en el momento exacto.
También los poetas hicieron provisión. En un sótano húmedo, sin ventanas, amontonaron trescientas palabras. Se sabe que entre ellas estaba Mañana, estaba Mantel, estaba Esperanza. Y se sabe también que, apostados sobre ellas con sus rifles, se aprestaron a defenderlas con la vida.






NUESTRO

Juntos fundamos un país al norte, al que llamamos Nuestro. En él fuimos los reyes y los súbditos, abolimos la noche y el miedo, decretamos la risa y el juego. Declaramos prohibidos los lunes y las estatuas ecuestres, derogamos los paraguas, se rindió culto al postre. Pusimos a nuestro nombre las nubes, las tormentas de verano y el roce perfecto de las sábanas limpias.
Nadie podía madrugar en Nuestro. La población permanecía en la cama hasta bien entrado el día.
Entonces llegaron los otros. Aparecieron de noche, sin aviso ni delicadeza. Se quedaron con nuestro país y lo llamaron Suyo.
Soy, desde entonces, un pueblo errante.






LAS EQUIVALENCIAS DEL TIEMPO

Sesenta segundos son casi setenta en las salas de espera de los hospitales, ochenta en las habitaciones vacías del desempleo, noventa en los cuartitos oscuros, pentagonales, de la tortura. Un mes en la cárcel son tres al otro lado del muro, nueve si afuera lo espera a uno un hijo, doce cuando se está enamorado. Un año en el exilio son cinco en la casa de uno, con su parque próximo en otoño, con su panadería habitual y su paseo a media tarde. Tres horas son seis en un control militar, nueve cuando se está de rodillas, pidiendo, en las aceras céntricas de la pobreza. Un minuto son diez ante el gatillo del asesino.
Pero la vida, esta vida sin ti, no acaba nunca.





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